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Había pasado los últimos cinco años enchironao por ná y buscaba con avidez, con el pelo lacio y arrugas más profundas que sus conocimientos de todas las variantes de palmeo y zapateo. Tuvo tiempo, mucho, mucho, de aprender cosas en la cárcel: fontanería, macramé, cocina, carpintería, pero él, no, no, tenía otras aspiraciones, sueños y era un tipo para comerse el mundo. Odiaba la feria de abril a muerte con tanto ahínco que se compró un escapulario para tener a la virgen más cerca que ninguno, porque creyente era un rato. Un día se vinieron unos granaínos del Albahicín a Carabanchel, que hasta ahí le trajeron sus malas artes y lenguas de víbora, desde su Córdoba natal. Era un marrullero, un broncas, una equis en la espalda, un sujeto non grato al que le gustaba montarla o zumbar al personal. Salió y se plantó delante de su mujer y le dijo que se largaba, que ya sabía que se había tirado a medio barrio y que estaba harto, y sí, se batió en retirada porque esto no es el romance de la luna de Lorca, esto es el suburbio, es la vida, la que se detiene cuando no caminamos, mardita droga que me ha tumbao, y ella fue la que cogió el puñal, brilló como un claro de luna, o mejor, como el 092, tres números infalibles, una dirección y me metieron en la trena. No le guardo rencor, he cambiado mis camisetas de Iron Maiden por la barba de una semana, cuidada, el pelo largo rizado, con canas, con gabán negro y unos zapatos lustrados, la corbata me la arranco cuando los focos del escenario me indican que es el momento de echar pestes sobre ella, Bienvenidos, con todos ustedes, el Pulga, aún la quiero.

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