El sueño

Ayer tuve un sueño. En el parque de Berlín, primavera tras las ruinas. María ha olvidado, y no por efecto de su mala memoria avejentada, cuándo empezó a ir del brazo de Antonio y a ser receptora de sus miradas cariñosas, afirmativas. Piensa Antonio, cuánto echa en falta esas manos (ella cocina, ordena los cacharros, los papeles) en invierno, femeninas, las mismas desde que María equivocó las toallas de playa, mi postre favorito y a su agenda. En mi sueño, un niño moreno se descuelga de su madre y se acerca a Antonio y a María: ¿queréis ser mis abuelos hasta que la muerte nos separe? Sonó como un contrato a medialuz. Los miles de kilómetros le respondieron con el próximo metro y la sonrisa, que es el paraíso. El Parque de Berlín se llena entonces de mimosas y almendros que abren el cortejo de un sombrero y una sombrilla roja japonesa un día de mayo, casualmente en domingo. El final del sueño son sus espaldas curtidas sobre la arena de Playa Chica, arrugados, que al coger un zumo de la neverita, chocaron sus manos y, lejos de ser imanes de mismo polo, enredaron sus dedos. También son sus espaldas en el colectivo 147 de Mar del Plata cuando María ayudó a sentarse a Antonio y éste le acarició la nuca. Apenas sonrió, ella se dio la vuelta y, breve, incisiva se asocian en su rostro la mirada y la sonrisa de Violeta.

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